Blanche Petrich
La Jornada
Lunes 9 de mayo de 2011
La consigna empezó en pequeñas olas: “¡Fuera Calderón!” Se extendió hacia el centro, hacia los lados. Cuando llegó a las orillas de la plancha del Zócalo se volvió grito, furia, puños enardecidos. Se distorsionó: “¡Muera Calderón!” Estaba por desbordarse el espíritu mismo de la gran marcha nacional que pretende conducir en un cauce sensato y razonable el clamor por sacar a México de la pendiente de violencia. En un movimiento propositivo, sin ofensas ni estridencias.
Cada vez más gargantas, cada vez más fuerte: “¡Muera Calderón!” Pero el poeta supo jalar la rienda a tiempo. Extendió los brazos, marcó el alto: “No más muerte, no más odio. Que no muera, que lo despidan”. Y el oleaje se calmó tan pronto como había empezado. Javier Sicilia, el de la voz que convoca, supo contener la ira y convertir la consigna de “No más sangre” en una actitud consecuente de decenas de miles, de un mar de ciudadanos que refrendaron así su voluntad de paz.
Hasta ese momento el oleaje humano había acatado la propuesta de marchar sin gritos ni cánticos ni consignas. Vaya, no era un silencio monacal pero sí una calma suficiente para permitir que durante las tres horas previas al inicio del mitin se escucharan con respeto los sucesivos testimonios que desfilaron por el micrófono del templete, colocado en la esquina de la Catedral y el Palacio Nacional. Un maratón de historias individuales –asesinatos, secuestros, violaciones, impunidad, corrupción, tortura– que juntas conforman el tapiz de una sociedad lastimada por sus instituciones militares, judiciales y penales.
Rematadas con el contundente discurso de Sicilia: reflexión sobre el porqué ocurren barbaridades intolerables como la masacre de migrantes y viajeros en Tamaulipas y Durango, consecuencias de la militarización y los errores del gobierno y la corresponsabilidad de la clase política y de Washington.
Al final, el poema que David Huerta hizo nacer de la marcha: “Contra los muros, la vida se llena de fantasmas/y la noche cierra su mano sobre la multitud. México sigue soñado/pesadillas, contra los muros, exhausto, sin aliento”.
Bajo la sombra de su gorra, el actor Daniel Giménez Cacho escuchaba ensimismado. Al final diría: “No sabía cuánta belleza puede venir del dolor”.
Como él, muchos se estremecían, se abrazaban llorando. Pasaban las seis de la tarde y la expectativa había mantenido a los participantes en tensión todo el día. Desde tempranito, con la mañana aún fresca, cuando salieron de Ciudad Universitaria, las redes sociales dieron fe paso a paso de la ruta de la gran culebra humana, precedida por cuatro grandes palomas de cartón.
“México, no me desampares...”
Los tuits actualizaban la información a las 10, a mediodía, a la una: la columna iba tomando cuerpo, creciendo. Más de 50 mil caminando detrás de la descubierta. Dispersos, avanzando por delante, casi el doble. Hasta volverse masa compacta en las cercanías de la explanada de Bellas Artes, donde el taller de carteles impartido por los moneros de “No más sangre” derrochaba ingenio y creatividad. Ahí, algunas instalaciones artísticas. Una de ellas estrujante, mostraba un reguero de juguetes de niño pequeño, una carriola abandonada y una manta: “Ángel de mi guardia, dulce compañía, México no me desampares...” Bajo una lona la Orquesta de la Ópera de Bellas Artes se mantenía con la batuta en alto sin saber cuándo empezar, qué esperar, cuánto tiempo más. Finalmente decidieron amenizar con arias populares.
Por las bocacalles el Zócalo se iba llenando como una vasija sin límites. Testigos de calidad que no iban a perderse un momento así, un grupo esperaba con emoción la aparición de la descubierta al final de 5 de Mayo: Julio Scherer, Vicente Rojo, Elena Poniatowska, Gerardo Estrada, Marta Lamas, Bárbara Jacobs, Ricardo Yáñez. Como hacía mucho, medios de todo el mundo cubrían el acto, con enviados especiales de las cadenas estadunidenses, de Europa, Australia... Un eco mundial.
La Jornada
Lunes 9 de mayo de 2011
La consigna empezó en pequeñas olas: “¡Fuera Calderón!” Se extendió hacia el centro, hacia los lados. Cuando llegó a las orillas de la plancha del Zócalo se volvió grito, furia, puños enardecidos. Se distorsionó: “¡Muera Calderón!” Estaba por desbordarse el espíritu mismo de la gran marcha nacional que pretende conducir en un cauce sensato y razonable el clamor por sacar a México de la pendiente de violencia. En un movimiento propositivo, sin ofensas ni estridencias.
Cada vez más gargantas, cada vez más fuerte: “¡Muera Calderón!” Pero el poeta supo jalar la rienda a tiempo. Extendió los brazos, marcó el alto: “No más muerte, no más odio. Que no muera, que lo despidan”. Y el oleaje se calmó tan pronto como había empezado. Javier Sicilia, el de la voz que convoca, supo contener la ira y convertir la consigna de “No más sangre” en una actitud consecuente de decenas de miles, de un mar de ciudadanos que refrendaron así su voluntad de paz.
Hasta ese momento el oleaje humano había acatado la propuesta de marchar sin gritos ni cánticos ni consignas. Vaya, no era un silencio monacal pero sí una calma suficiente para permitir que durante las tres horas previas al inicio del mitin se escucharan con respeto los sucesivos testimonios que desfilaron por el micrófono del templete, colocado en la esquina de la Catedral y el Palacio Nacional. Un maratón de historias individuales –asesinatos, secuestros, violaciones, impunidad, corrupción, tortura– que juntas conforman el tapiz de una sociedad lastimada por sus instituciones militares, judiciales y penales.
Rematadas con el contundente discurso de Sicilia: reflexión sobre el porqué ocurren barbaridades intolerables como la masacre de migrantes y viajeros en Tamaulipas y Durango, consecuencias de la militarización y los errores del gobierno y la corresponsabilidad de la clase política y de Washington.
Al final, el poema que David Huerta hizo nacer de la marcha: “Contra los muros, la vida se llena de fantasmas/y la noche cierra su mano sobre la multitud. México sigue soñado/pesadillas, contra los muros, exhausto, sin aliento”.
Bajo la sombra de su gorra, el actor Daniel Giménez Cacho escuchaba ensimismado. Al final diría: “No sabía cuánta belleza puede venir del dolor”.
Como él, muchos se estremecían, se abrazaban llorando. Pasaban las seis de la tarde y la expectativa había mantenido a los participantes en tensión todo el día. Desde tempranito, con la mañana aún fresca, cuando salieron de Ciudad Universitaria, las redes sociales dieron fe paso a paso de la ruta de la gran culebra humana, precedida por cuatro grandes palomas de cartón.
“México, no me desampares...”
Los tuits actualizaban la información a las 10, a mediodía, a la una: la columna iba tomando cuerpo, creciendo. Más de 50 mil caminando detrás de la descubierta. Dispersos, avanzando por delante, casi el doble. Hasta volverse masa compacta en las cercanías de la explanada de Bellas Artes, donde el taller de carteles impartido por los moneros de “No más sangre” derrochaba ingenio y creatividad. Ahí, algunas instalaciones artísticas. Una de ellas estrujante, mostraba un reguero de juguetes de niño pequeño, una carriola abandonada y una manta: “Ángel de mi guardia, dulce compañía, México no me desampares...” Bajo una lona la Orquesta de la Ópera de Bellas Artes se mantenía con la batuta en alto sin saber cuándo empezar, qué esperar, cuánto tiempo más. Finalmente decidieron amenizar con arias populares.
Por las bocacalles el Zócalo se iba llenando como una vasija sin límites. Testigos de calidad que no iban a perderse un momento así, un grupo esperaba con emoción la aparición de la descubierta al final de 5 de Mayo: Julio Scherer, Vicente Rojo, Elena Poniatowska, Gerardo Estrada, Marta Lamas, Bárbara Jacobs, Ricardo Yáñez. Como hacía mucho, medios de todo el mundo cubrían el acto, con enviados especiales de las cadenas estadunidenses, de Europa, Australia... Un eco mundial.
Al fin, por encima del mar de cabezas se distinguieron las palomas de cartón y la orquesta se arrancó con el Himno Nacional. Los marchantes se enfilaban ya hacia la plaza mayor. Los esperaba un gentío trémulo. Con un guiño cómplice, la Catedral echó las campanas al vuelo mientras miles de globos blancos eran soltados y se perdían como puntitos luminosos en la inmensidad.
Algunas de las pancartas hechas a mano hablaban por sus portadores: “Cuarenta mil gritos de horror en el último aliento.” “Quiero un 10 de mayo con mis hijos. ¿Llegarán vivos, presidente?” “¡Paremos las balas!” Y la entrañable estrofa de Mario Benedetti: “En la calle codo a codo, somos mucho más que dos”.
Los niños sabían a lo que iban: “Para que no haya más muertos en los noticieros, para que nos dejen salir a jugar a las calles”, explicaron Lucía y Laura, de 9 y 11 años. Los papás también. “Vengo porque se lo debo aquí al Emiliano (el Emiliano mira a su papá con la boca llena de amaranto); porque no quiero este país para él”, dice Israel, joven padre que en lugar de bandera empuja la carriola.
Efraín, un “chambitas jubilado” de un barrio de Iztapalapa: “No sé por qué hasta ahorita estamos haciendo esto; lo hubiéramos hecho desde cuándo, nos hubiéramos ahorrado muchos muertos”.
Entran las artistas del colectivo de arte callejero Proyecto 21, con sus trajes de papel manchados de rojo, su maquillaje de lágrimas negras: “Parte de esto es nuestra culpa como sociedad machista, porque educamos a nuestros hijos en la violencia, en la prepotencia y la discriminación, a las niñas en la sumisión y la impunidad”.
Una adolescente muestra su propio cartel. Le pensó mucho para resumir lo que siente en una cartulina blanca: “Se supone que estamos comenzando a vivir cuando en realidad estamos comenzando a morir”. Es Carolina Villarreal, de 16 años: “Es que como adolescentes somos las primeras víctimas de esta violencia, apenas salimos a la calle nos volvemos vulnerables”.
En la tarima, los poetas conducen. Eduardo Vázquez contiene la impaciencia, las ganas de gritar y mentar madres: “En esta hora de emergencia nacional no necesitamos exaltarnos para florecer, hemos escuchado voces que nunca se habían expresado con tanta claridad”.
Lleva la numeralia: 71 oradores antes de que empezara el acto. Muchos de ellos dan la cara por primera vez, superando un miedo paralizador. “Si algo le pasara a alguno de ellos, hacemos responsables a las autoridades que desde ya tienen que garantizar su seguridad”.
Llega el momento culminante. Dos norteñas valientes –Patricia Duarte, madre de uno de los bebés quemados en la guardería ABC de Sonora, y Olga Reyes, de la familia mártir de Ciudad Juárez–, leen el pacto de la marcha por la paz con justicia y dignidad.
Concluyen leyendo los nombres de algunas de las víctimas. Como en una letanía, la gente responde una y otra vez: “No debió de morir”. Y después se hunde nuevamente en el silencio; no un minuto, sino cinco. ¿Por qué el silencio y la poesía? David Huerta intenta una explicación: “Porque en la música y la poesía el silencio es un elemento fundamental que da la posibilidad de que algo nuevo surja. Pero no es estar mudo, es llenar a las palabras de significado. Para no hablar como el secretario de Gobernación, Francisco Blake, con un discurso estentóreo y vano, sino para transmitir el sentido del pacto, que toca todas las puntas de la problemática de la violencia y propone planteamientos sensatos, razonables, practicables”. Nada más.
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