Un nuevo ciclo de luchas sociales contra la globalización neoliberal se ha abierto en Europa. Islandia, Grecia y España son su epicentro. El rechazo a las políticas de ajuste y estabilización, al trabajo precario, a las políticas de exclusión social y el reconocimiento de nuevas formas de ciudadanía y de democracia participativa están en el corazón de las movilizaciones.
Las masivas protestas en estos tres países resisten a un modelo laboral basado en la combinación de trabajo informal, trabajo ilegal y migración. Un modelo que aspira parecerse a China y que opera con una mecánica sencilla: reducir los costos de producción sobre la base de la expansión de la economía informal y la desregulación laboral, utilizando para ello la mano de obra inmigrante.
Las movilizaciones en estas naciones son expresión del grado de ruptura de la universalidad de la ciudadanía promovidas por la desestructuración de los mercados de trabajo y la expoliación de derechos. Son, también, un indicador del profundo deterioro que viven las metrópolis en sus políticas, tanto en el control de los flujos migratorios como en la integración de los migrantes.
El descontento popular ha hecho erupción. En un continente en crisis, en el que los gobiernos supranacionales y los organismos financieros multilaterales se empeñan en recetar la amarga medicina de políticas de ajuste y estabilización para salvar a los bancos, los ciudadanos han tomado las plazas públicas y las calles para externar su malestar.
Su enojo es una ira diferente a la tradicional oposición al poder de corte programático y razonado de los movimientos socialistas históricos; distinta a la resistencia (con frecuencia violenta) de los movimientos de liberación nacional contra las potencias coloniales. Es otra cosa: la explosión de furia de los de abajo, sin una propuesta política previa de transformación social o una ideología que justifique su acción. Es la cólera nacida del malestar, del desagrado, la indignación, la incomodidad, la frustración, el despojo y el maltrato de los poderosos. Es un profundo sentimiento de contrariedad que al exteriorizarse está cambiado el mapa político.
A través de la rabia (y de la fiesta) el nuevo actor de los indignados se ha descubierto y definido a sí mismo. Su indignación tiene contenidos antiautoritarios y anticapitalistas; rechaza la representación política formal. Su ira es, indudablemente, una lucha por la dignidad entendida como el rechazo a aceptar la humillación y la deshumanización; como la negativa a conformarse con un futuro de precariedad laboral y la falta de futuro; como la no aceptación del trato basado en los rangos, las preferencias y las distinciones, como la exigencia de no ser juzgado por cualquiera.
Aunque en cada país las causas que la explican son únicas, hemos entrado de lleno en la era de la indignación y el tumulto. Sin embargo, el hecho de que estas erupciones se produzcan ahora en la Europa desarrollada y no sólo en el norte de África o en los países pobres, nos indica que estamos ante una nueva subjetividad política del radicalismo plebeyo, y que hay en ellas elementos que les son comunes. La expropiación de los modos de vida y lo común, la generación de otras opciones de vida alternativas, el desarrollo de la cooperación y la resistencia, y la pretensión de imponer la disciplina clasista han creado un coctel social explosivo. La revuelta de los indignados tiene una serie de elementos que forman un sustrato común a varios países. Primero, la creciente precarización y polarización social que el modelo neoliberal creó en todo el mundo. Desmanteló redes de protección social, adelgazó los sectores medios y fabricó una nueva camada de ricos inmensamente ricos. Segundo, la cancelación de un horizonte de bienestar o de ascenso social para muchos jóvenes; ellos son los nuevos desposeídos. Tercero, el divorcio creciente de los políticos profesionales y la democracia representativa con respecto a amplias franjas de la población. Cuarto, las migraciones desde las antiguas colonias a las metrópolis, que ha creado una clase de trabajadores no ciudadanos. Quinto, la emergencia de lo plebeyo en defensa de lo común. Sexto, la autoorganización en forma de red de los nuevos sujetos que expresan su cólera, facilitada por los teléfonos móviles e internet. Séptimo, la ocupación de las plazas públicas de manera regular y por largos períodos de tiempo. Octavo, la resistencia civil pacífica como elemento central de lucha.
Los Aganaktismeni, la revolución silenciada y la spanish revolution
En 2008, jóvenes griegos de entre trece y dieciséis años de edad tomaron las calles y las comisarías de policía para expresar su ira por el asesinato a manos de la policía de un muchacho de su edad. De aquellos que, como escribió Eugenia Apostolou, “vieron en el homicidio de Alexis (un muchacho asesinado por la policía) sus horizontes ultimados”.
Desde entonces, los brotes de indignación han emergido una y otra vez. En su último episodio, los Aganaktismeni o indignados helenos de la Plaza de Syntagma, pusieron al país de cabeza. A lo largo de varias semanas de mediados de 2011, se reunieron en Atenas cada noche a partir de las 9, en una Asamblea popular de miles de personas y decenas de oradores. Allí debatieron los grandes problemas de la nación. Cuando fue necesario, bloquearon el Parlamento, pararon la producción y ocuparon las calles. En unos cuantos meses realizaron quince huelgas generales en rechazo al pago de la deuda pública y las medidas de austeridad impulsadas por la Unión Europea y el gobierno griego.
En estas movilizaciones la voz de la calle habló con energía y firmeza. Las consignas de los Aganaktismeni han sido directas: “¡No debemos nada, no vendemos nada, no pagamos nada –dicen unos. “¡No vendemos ni nos vendemos!” –exclaman otros. “¡Que se vayan todos: memorando, Troika, gobierno y deuda!” –advierten varios más. “¡Nos quedamos hasta que se vayan!” –aseguran todos. Sin embargo, a pesar de la magnitud de las protestas, las medidas de austeridad fueron aprobadas por el Parlamento.
Otra es la historia de Islandia, la democracia más antigua del mundo. En 2006 esta isla tenía una renta per capita superior a Estados Unidos o Reino Unido. En 2007 Naciones Unidas la nombró el “mejor país del mundo para vivir”. En octubre de 2008 la crisis hizo añicos ahorros, pensiones y sueños de la población. El país cayó en bancarrota.
La gente salió a la calle y, pacíficamente, derrocó al gobierno. En referéndum, con un noventa y tres por ciento de los votos, acordó no pagar su deuda. Los grandes bancos fueron nacionalizados. Políticos y financieros responsables del atraco a la nación están sujetos a procesos penales. Hartos de los políticos, los islandeses eligieron un “consejo de justos”, en el que los ciudadanos propondrán la nueva Constitución, debatida en asambleas populares. En lugar de delegar el trabajo en un grupo selecto de elegidos, la responsabilidad de su hechura recae en el conjunto de la población. Los convencionistas reciben sugerencias e ideas a través de redes sociales. A los partidos políticos se les despojó de su autoridad y apoyo. Simultáneamente, han tomado medidas de protección para su producción interna y han establecido una política energética que mantiene la electricidad a precios relativamente bajos.
No siempre fueron así las cosas. Cuando el primer fin de semana de octubre de 2008, el músico Hordur Torfason, iniciador de la protesta, se plantó frente al Parlamento de esa república nórdica con una cacerola y cincuenta compañeros, sus compatriotas quedaron perplejos. Enarbolaban tres demandas centrales: la dimisión del gobierno, la reforma constitucional y limpiar cargos en el banco central. Casi cuatro meses después, el 24 de enero, la plaza estaba llena con 7 mil personas (la población de la isla es de 320 mil almas) gritando “¡Gobierno incompetente!” Dos días después, el gobierno dimitió.
Pero la experiencia islandesa ha sido silenciada por los grandes medios de comunicación en el mundo. La rebeldía de sus habitantes parece no existir para el gran público, aunque los indignados de Grecia y España la reivindiquen.
El aire vikingo se respira en las plazas españolas. Los indignados hispanos cantan en sus concentraciones que quieren ser como la república nórdica rebelde. En Palma de Mallorca, la efigie de Jaime I, el conquistador, cabalga pétreamente con un banderón islandés en la mano. La plaza fue rebautizada en honor de la patria vikinga. En la Puerta del Sol, en Madrid, la multitud corea en sus movilizaciones: “España en pie una Islandia es”, o “De mayor quiero ser islandés.”
Según el islandés Hordur Torfason, “la sensación que me da es que en España el espíritu de descontento y hartazgo con la clase política es exactamente el mismo que hubo aquí. No confiábamos en los sindicatos, tampoco en el gobierno ni en los políticos porque esa gente simplemente no hizo su trabajo”.
Pero, también, el fresco viento de la indignación española sopla por otros estados de Europa. Según Yorgos Mitralias, fundador del Comité Griego contra la Deuda, “la lengua más utilizada en la Plaza Syntagma, en todo el movimiento de los indignados griegos, es el castellano”.
Radiografía española
El movimiento de indignados 15M es un movimiento ciudadano, espontáneo, sociopolítico, apartidista, pacífico, horizontal, democrático, formado esencialmente por jóvenes, que nació el pasado 15 de mayo. Toma sus decisiones en asambleas masivas que funcionan sobre la base de la deliberación y el consenso. Tiene su cuna en la Puerta de Sol. Su lema: “No somos marionetas en manos de políticos y banqueros”, resume su crítica simultánea y sin concesiones a la clase política en su conjunto y a los poderes económicos y financieros.
Los indignados españoles responden a las consecuencias sociales de la crisis económica con la precariedad laboral y desempleo masivo, y a la falta de representación ciudadana efectiva del sistema de partidos.
En sus inicios, el 15M levantó una plataforma para eliminar los privilegios de la clase política, contra el desempleo, por el derecho a la vivienda, a favor de servicios públicos de calidad. Exigió el control de las entidades bancarias con medidas como la prohibición de cualquier tipo de rescate o inyección de capital a entidades bancarias, así como la prohibición de inversión de bancos en paraísos fiscales. Demandó el aumento del tipo impositivo a la grandes fortunas y entidades bancarias. Reivindicó libertades ciudadanas plenas y democracia participativa. Se opuso al control de internet. Señaló la necesidad de reducir el gasto militar.
La emergencia del movimiento y su propuesta de acción reflejan la creciente erosión de las redes de protección social. A pesar de que España es uno de los países más ricos del mundo, una vez que la crisis pinchó la burbuja inmobiliaria que alimentaba su economía, el espejismo de la riqueza comenzó a desvanecerse y sus problemas estructurales emergieron dramáticamente. Comparada con sus socios europeos, el reino hispano no es un Estado de bienestar. Por el contrario, es una nación socialmente desigual. Sus ricos casi no pagan impuestos y los grandes directivos de sus empresas son los mejor remunerados de Europa. Sin embargo, es el segundo país de los primeros quince que integraron la Unión Europea (UE15) con mayor desigualdad económica, inmediatamente después de Portugal. Su tasa de pobreza relativa es también una de las mayores de la UE15: 20.8% en 2010; un 2.7% más que el año anterior.
El salario mínimo anual es uno de los más bajos de Europa: 21 mil 500 euros, la mitad que en Alemania, Holanda o Reino Unido. Pero, además, el salario medio real tiende a decrecer. Es, además, el país europeo con más desempleo: un 22.2% del PIB, el doble de la media continental. Es líder en precariedad y tercer lugar europeo en economía sumergida.
Más de la mitad de los jóvenes entre dieciocho y treinta y cuatro años vive con sus padres. El año pasado, uno de cada diez tuvo que regresar a vivir a casa de sus progenitores. El desempleo juvenil es superior al cuarenta por ciento. Es el país del primer mundo con mayor porcentaje de universitarios que laboran en empleos por debajo de su preparación. El cuarenta y cuatro por ciento estaba sobrecalificado. La movilidad social está estancada. El 1 de septiembre de 2010, el presidente Zapatero explicó sus prioridades respecto a la crisis: “Estamos abordando las reformas que más preocupan a los inversores internacionales.”
Margaret Thatcher, la musa del neoliberalismo, decía que “no hay tal cosa como la sociedad”. La revolución en Islandia, los Aganaktismeni y el 15M muestran cuán equivocada estaba. Sus levantamientos anuncian que la hora de despertar de los pueblos de Europa para enfrentar la crisis y el fin del Estado social parece haber llegado. No es un despertar que guste a los partidos políticos tradicionales, enganchados como están al Consenso de Washington e incapaces de comprender sus reivindicaciones de democracia directa. Tampoco a intelectuales como Fernando Savater (ese Julio Iglesias de la filosofía), quien declaró que el movimiento le sirvió “para medir el nivel de estupidez y cinismo de muchos”. Pero, al igual que las revoluciones de mediados del siglo XIX en el continente, es un despertar que anticipa la formación de un sujeto como vocación emancipadora.
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