Pedro Miguel
En las narices de César Duarte, gobernador de Chihuahua; a cien metros del fiscal del estado, Jorge Enrique Nicolás; junto al escritorio de Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública; frente a la silla del sedicente constitucional Felipe Calderón; bajo el brazo armado del general secretario Galván Galván, y al filo del agua que domina el almirante Mariano Francisco Saynez Mendoza, Marisela Escobedo fue muerta de un balazo.
No era gobernadora, ni procuradora ni secretaria de nada, ni presidenta usurpadora; no tenía hombres armados bajo su mando; no era uno de esos periodistas que buscan culpables alternativos de la tragedia que se llama México, ni artista contratada para el Bicentenario: Marisela era solamente la mamá de Rubí Marisol Frayre Escobedo, una chava que se casó, apenas adolescente, con Sergio Rafael Barraza Bocanegra. El tipo la golpeaba y, tras dos años de matrimonio, el 28 de agosto de 2008, la asesinó, prendió fuego a su cadáver y lo tiró en un basurero.
Barraza aceptó su culpabilidad en varias ocasiones, pero la presidenta del tribunal que lo juzgó, Catalina Ochoa Contreras, el redactor Netzahualcóyotl Zúñiga y Rafael Boudid, tercer integrante del tribunal, no hallaron elementos para condenarlo, dijeron que la Procuraduría de Chihuahua había armado mal la acusación y dejaron en libertad al homicida.
El entonces gobernador, José Reyes Baeza, se lavó las manos; en el DF, todo mundo se lavó las manos, y mientras más se las lavaban, más fuerte era la pestilencia.
Tras quedarse huérfana de su hija, ayuna de justicia, desnuda de patria que le respondiera, Marisela hizo una manta con el retrato de la muchacha muerta, se la puso de vestido y marchó, acompañada o sola, en demanda de castigo para el asesino y en protesta por tanta mierda.
El 30 de julio de 2010, Marisela tocó a la puerta de la residencia oficial de Los Pinos en demanda de justicia. Iba acompañada por Bertha Alicia García, mamá de Brenda Berenice Castillo García, una chava con un hijo de meses que desapareció el 6 de enero de 2009 en la ciudad de Chihuahua cuando salió a buscar trabajo; nadie ha vuelto a verla desde entonces, pero su desaparición no causó el ruido ni el revuelo que ha provocado el secuestro y la presunta liberación de Fernández de Cevallos. Por esos días, Calderón desarrollaba una agenda privada
(¿estaría preparando sus fiestas del Bicentenario o armando el futuro político de su hermana en Michoacán, o bien planeando ofensivas contra los electricistas, o revisando sus negocios inmobiliarios particulares en la colonia Las Águilas?) y las dos madres dolientes fueron recibidas por el asistente del secretario particular de un funcionario de medio pelo. O algo así.
Durante muchos meses, Marisela y Bertha Alicia acudieron a todas las instancias, pegaron retratos de sus hijas en los postes de medio país, marcharon vestidas sólo con los retratos de sus hijas ausentes y con la dignidad que no les quedaba grande, a diferencia de las casacas militares que se pone Calderón.
Marisela recibió amenazas de muerte. Lo supieron en las oficinas municipales, estatales y federales, pero ya saben cuán ocupados viven los funcionarios de todos los niveles. A nadie se le ocurrió ponerle escolta, nadie se interesó por la mamá anónima de una muerta anónima, salvo un puñado de ciudadanos también anónimos que le dieron una palmada en la espalda, le regalaron una sonrisa triste o le ofrecieron una lágrima.
Y ya saben lo que pasó después: tras recibir unos abrazos, unas sonrisas y unas lágrimas solidarias, lo siguiente que Marisela recibió fue un balazo en la cabeza.
Los funcionarios citados, más otros, están satisfechos consigo mismos y en paz con sus conciencias respectivas porque cumplen con su deber: velan por la seguridad, se aseguran de la aplicación de las leyes y garantizan que los ciudadanos puedan ejercer sin cortapisas sus derechos y garantías.
Son los costos de la guerra. Ésta será larga y cruenta, pero treinta mil y pico de vidas, más las que se acumulen esta semana, son un precio bajo para recibir una palmada en la espalda por parte de Obama.
Los funcionarios podrán dormir tranquilos. Pero unos cuantos ciudadanos –neuróticos que somos– sabemos que le hemos fallado a Marisela; que debimos clamar, patear la puerta, arrebatar micrófonos en actos oficiales y en fiestas infantiles y gritar: ¡Con una chingada, háganle caso a esta mujer!
Y como no lo hicimos, desde el asesinato de Marisela imaginamos que sigue caminando, evidente, desnuda, necesaria, y no logramos conciliar el sueño.
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