Traducido por Juan Vivanco |
Creo que es un movimiento postpolítico. También están los inmigrantes subidos a las grúas, o los obreros de Pomigliano rebelados contra el chantaje. Es un trozo de sociedad que va a su aire, que se ha desenchufado, que ha comprendido que las dinámicas político-institucionales y su vida son dos mundos separados.
Es un movimiento que se mide con la inédita dureza de la vida contemporánea, mientras el resto de la sociedad se mueve dentro de la burbuja narrativa de la sociedad del bienestar. Eso les distingue de todos los sujetos colectivos del siglo XX que cabían en el proyecto del desarrollo. Estos nuevos movimientos habitan en la decadencia.
Los protagonistas del martes eran en gran parte menores de edad que no pueden descodificarse con ninguna de las claves del análisis político y social anterior. Son hijos del bienestar interrumpido, la generación «futuro cero». Lo mismo se podía decir de Génova, sólo que entonces, detrás del movimiento, estaba la acumulación política anterior. Estos, en cambio, tienen un lenguaje inédito, ni siquiera llevan al Che en sus banderas. Son el producto de la Segunda República y de la tabla rasa de todas las culturas políticas.
Pondré un ejemplo. En Turín, el Politécnico siempre había sido una escuela de élite y un lugar de orden. De él salían ingenieros formados dentro del horizonte de la gran empresa, que asumían sus códigos de funcionamiento. Eran los custodios del saber del gran capitalismo.
Pues bien, hoy el Politécnico es el más radicalizado. He oído hablar a investigadores e ingenieros y me parecía estar oyendo a los obreros de Mirafiori de los años ochenta. Fuerza de trabajo utilizada en un gran ciclo a la que de repente se priva de derechos y orgullo para arrojarla a un segmento periférico.
Los chicos que se licencian en el Politécnico describen un panorama de privación de función social, de estatus, de control sobre su vida.
Y ellos son la élite. El otro día, delante del aula magna, había una pancarta que decía: «Nos habéis quitado demasiado, ahora lo queremos todo». Los recursos se han esfumado en los grandes circuitos financieros globales, están deslocalizados. La dimensión de la política actual es transversalmente indecente, con su máxima degradación en la derecha. Es una dimensión en la que resulta fácil perderse. Hay excepciones, por supuesto, pero son bichos raros. El espectáculo que se representó el otro día en la Cámara de Diputados y el Senado indica que el parlamento no es un lugar donde el movimiento pueda encontrar respaldo. Es el desierto de los tártaros.
La eficacia de este movimiento no pasa por su capacidad de encaramarse a la política; consiste en el hecho mismo de existir. Hoy en día ya es un triunfo que los movimientos existan como cuerpos que llenan las calles. Puede que su existencia diferenciada ―los negrianos dirían como «multitud»― sea un lenguaje inarticulado, pero demuestra que no puede reducirse al discurso oficial, a la narración dominante.
¿Cómo evolucionará? No lo sé. La crisis puede generar situaciones imprevisibles en una sociedad que se ha basado en el mito de la opulencia y el consumo. El empobrecimiento también puede producir rencor y odio.
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