Dossier 1. Para entender lo que está pasando en Palestina

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En la línea del avance principal - Vasili Grossman (Dossier Especial - Segunda Guerra Mundial)

 En la línea del avance principal

Vasili Grossman

Periodista de guerra y escritor (autor de Vida y Destino), publicado en el periódico ruso Estrella Roja, el 25 de noviembre de 1942.

Tomado del libro Stalingrado: la ciudad que derrotó al Tercer Reich, de Hochen Hellveck.


Los regimientos que formaban la división siberiana del coronel Gurtiev tomaron sus posiciones por la noche. La fábrica siempre había tenido un aspecto adusto y grave. Pero ¿qué imagen más adusta podría ofrecer el mundo que la que contemplaron los hombres de esta división aquella mañana de octubre de 1942? Enormes y oscuros talleres; el brillo de los raíles mojados, salpicados de herrumbre aquí y allá; un montón de vagones abandonados; montañas de tubos de acero esparcidos por el gran patio cuadrado de la fábrica; cúmulos de escoria rojiza; las imponentes chimeneas, que mostraban numerosos impactos de las bombas alemanas. El bombardeo de la aviación había abierto oscuros cráteres en el suelo asfaltado. Fragmentos de acero arrancados por la fuerza de las explosiones yacían desperdigados por todas partes, como finas tiras de percal.

Vasili Grossman en Stalingrado, 1942.

La división iba a hacer de esta fábrica su baluarte de defensa. A sus espaldas tenía el frío y oscuro Volga. Dos regimientos defendían la fábrica, y un tercero el área de la profunda hondonada que se extendía desde el complejo industrial hasta el río. El Barranco de la Muerte, así lo llamaban los hombres y oficiales del regimiento. Sí —a su espalda quedaban las aguas heladas del Volga, a su espalda quedaba el destino de Rusia. La división iba a luchar hasta la muerte.

Lo que durante la guerra de 1914 a 1918 se había dividido entre dos frentes, y lo que el año anterior había tenido que soportar Rusia sola a lo largo de 3000 kilómetros de frente, había caído de golpe, como un pesado martillo, sobre un solo punto: Stalingrado y el Cáucaso. Y, por si eso no fuera bastante, aquí, en Stalingrado, los alemanes habían vuelto a aumentar la presión de su ofensiva. Si bien la intensidad de su ataque en las partes sur y central de la ciudad ya no iba a más, habían empezado a dirigir toda la potencia de fuego de sus innumerables baterías de mortero y miles de cañones y aviones sobre la parte norte de la ciudad y sobre la fábrica que aún permanecía en pie en el centro de la zona industrial. Los alemanes suponían que los hombres eran por naturaleza incapaces de resistir tal tensión, que no había corazón ni nervios que pudieran aguantar aquel infierno salvaje de llamas y rechinar de metales, de temblores de tierra y aire desatado. Aquí, concentrado en un solo lugar, se hallaba el diabólico arsenal del militarismo alemán al completo: tanques superpesados y lanzallamas, tubos de morteros de seis bocas, flotas de cazabombarderos acompañadas del ulular de sus sirenas, bombas antipersonas y de gran potencia explosiva. Aquí, los soldados de las ametralladoras recibían munición explosiva, y los artilleros y los de los morteros, sus proyectiles incendiarios. Aquí se reunió toda la artillería alemana, desde los pequeños calibres de los antitanques hasta los pesados cañones de largo alcance. Aquí tanto el día como la noche se iluminaban con incendios y bengalas, tanto el día como la noche se oscurecían con el humo de los edificios en llamas y el humo de las granadas alemanas. Aquí el fragor de la batalla era denso como la tierra, y los breves momentos de silencio, aún más aterradores y ominosos. Y mientras el mundo se postra ante el heroísmo de los ejércitos soviéticos, mientras estos mismos ejércitos expresan su admiración por los defensores de Stalingrado, aquí, en el propio Stalingrado, los soldados dicen con humildad:

«Nosotros no hacemos nada. Pero esos chicos de las fábricas, ¡lo suyo es otra cosa!»

La expresión «línea de avance principal» infunde pavor al soldado. No hay palabras más aterradoras en la guerra. No es casualidad que fuera la división siberiana del coronel Gurtiev la que defendiera la fábrica aquella gris mañana de otoño. Los siberianos son hombres fuertes, recios, acostumbrados al frío y a la adversidad, callados, ordenados y disciplinados, que no se andan con tapujos al hablar. Los siberianos son gente fiable, resuelta. En estricto silencio cavaban con picos la tierra pedregosa, abrían aspilleras en los muros de los talleres, construían búnkeres, trincheras y líneas de comunicación.

El coronel Gurtiev, un hombre delgado de cincuenta años, había dejado los estudios de segundo curso en el Instituto Politécnico de San Petersburgo en 1914 para ir voluntario a la guerra ruso-germana. Sirvió en la artillería, y combatió contra los alemanes en Varsovia, Baránovichi y Chartorisk. Ha dedicado veintiocho años de su vida a la vida militar, como combatiente y también como instructor de oficiales. Sus dos hijos también están tomando parte en esta guerra; los dos son tenientes. Su hija, estudiante universitaria, y su mujer, quedaron en el lejano Omsk. En este solemne y terrible día, el coronel pensó en sus hijos, su esposa y su hija, y en las decenas de jóvenes oficiales a los que él había enseñado, y en su larga vida, modesta y dedicada al trabajo. Sí, había llegado la hora en que todos los principios del arte militar, de la moral y del deber que él había inculcado con firmeza a sus hijos, alumnos y camaradas, iban a ser puestos a prueba. Y el coronel miraba emocionado los rostros de sus soldados siberianos: de Omsk, Novosibirsk, Krasnoyarsk y Barnaúl, de aquellos con quienes estaba destinado a repeler el ataque del enemigo.

Los siberianos que habían llegado a aquella gran línea de defensa estaban bien preparados. La división había sido bien enseñada antes de llegar al frente. El coronel Gurtiev había instruido a sus soldados cuidadosamente y con criterio, y era implacablemente crítico. Por muy dura que fuera la instrucción militar —las largas marchas, los ataques nocturnos simulados, permanecer agazapado en las trincheras mientras los tanques te pasan por encima, las largas marchas— sabía que la guerra en sí era mucho más dura y difícil. Tenía fe en la perseverancia y la fuerza de los regimientos siberianos. Había puesto a prueba estas cualidades durante su larga marcha, que había terminado prácticamente sin incidentes: solo el de un soldado al que se le había caído el rifle desde un tren de tropas en marcha. El soldado había saltado del tren, recogido su rifle, y corrido tres kilómetros hasta la siguiente estación para volver a subirse a su tren. Gurtiev había comprobado además la entereza de su regimiento en la estepa cercana a Stalingrado, donde estos hombres sin ninguna experiencia habían repelido serenamente el ataque por sorpresa de treinta tanques alemanes. Y había comprobado también su capacidad de aguante durante la marcha final hacia Stalingrado, cuando tuvieron que cubrir una distancia de doscientos kilómetros en dos días. Pese a todo, el coronel contemplaba preocupado los rostros de estos soldados recién llegados a la línea principal de defensa y que ahora estaban en la línea del avance principal.

Gurtiev tenía confianza en sus oficiales. Su jefe de Estado Mayor, el joven e infatigable coronel Tarasov, podía estar día y noche planificando complejas batallas inclinado sobre los mapas, dentro de un búnker sacudido por las explosiones. Su claridad y su implacable juicio, su forma de mirar de frente a los hechos, de buscar la verdad en cualquier situación militar, por dura que fuera, era consecuencia de una fe férrea. En este joven delgado y de baja estatura, que tenía la cara, el habla y las manos de un campesino, habitaba una fuerza de pensamiento y de espíritu indomable. Svirin, segundo al mando y jefe de la sección política, tenía una voluntad firme, una mente ágil y una modestia ascética; podía permanecer tranquilo, alegre y sonriente en ocasiones en que hasta la persona más tranquila y animosa era incapaz de sonreír. Los comandantes Markelov, Mijaliov y Chamov eran el orgullo del coronel: confiaba en ellos como en él mismo. Todos en la división hablaban con cariño y admiración de la serena valentía de Chamov, la inquebrantable voluntad de Markelov y del amabilísimo trato de Mijaliov, el favorito del regimiento, un hombre tierno y comprensivo que cuidaba como un padre de sus subordinados y desconocía por completo el significado de la palabra miedo. No obstante, el coronel seguía mirando a sus oficiales con preocupación, porque sabía lo que significaba estar en la línea del avance principal, mantener aquella gran línea de defensa de la ciudad de Stalingrado.

«¿Serán capaces? ¿Aguantarán?», se preguntaba el coronel. Apenas la división acababa de cavar las trincheras en el pedregoso suelo de Stalingrado y de instalar su cuartel general en un profundo túnel excavado en un risco arenoso junto al Volga, apenas habían conseguido establecer las líneas de comunicación y comenzado a escucharse el repiqueteo de los transmisores de radio poniendo en comunicación a sus puestos de mando con la artillería pesada en la margen este, apenas la oscuridad se había rendido a la luz del alba, los alemanes abrieron fuego. Durante ocho horas enteras, los Junker-87 estuvieron bombardeando en picado las defensas. Durante ocho horas, sin un minuto de descanso, estuvieron llegando los aviones alemanes por oleadas. Durante ocho horas estuvieron aullando las sirenas, silbando las bombas, temblando la tierra, derrumbándose los restos de los edificios de ladrillo que quedaban. Durante ocho horas, nubes de humo y polvo estuvieron flotando en el aire mientras letales fragmentos de metralla pasaban silbando junto a los soldados. Quien alguna vez haya oído aullar al aire cuando explota una bomba, quien haya sufrido un ataque relámpago de la aviación alemana durante diez minutos, podrá hacerse una idea de lo que se siente tras ocho horas de continuo bombardeo en picado de los cazas alemanes.

Durante ocho horas estuvieron los siberianos disparando con todo lo que tenían a la aviación alemana. Un sentimiento similar a la desesperación debió de apoderarse de los alemanes. La fábrica estaba en llamas, envuelta en una nube de polvo negro y humo y, sin embargo, de su interior salía el crepitante fuego de los fusiles, el rugir de las descargas de ametralladora, los estallidos de los fusiles antitanque y los calculados disparos de la artillería antiaérea. Los alemanes dieron entonces paso a los morteros y la artillería pesada. El monótono chisporroteo de los morteros y los aullidos de los proyectiles se unió al ulular de las sirenas y el retumbar de las explosiones de las bombas. En un silencio lúgubre y austero, los soldados del Ejército Rojo enterraron a sus camaradas. Aquel era su primer día, su estreno en el combate. Las baterías de artillería y de los morteros alemanes continuaron toda la noche. Por la noche, en su puesto de mando, el coronel Gurtiev se encontró con dos amigos a los que no veía hacía más de veinte años. Cuando se despidieron por última vez aún eran hombres jóvenes, solteros, y ahora tenían arrugas y el pelo cano. Dos de ellos estaban al mando de sendas divisiones, el tercero de una brigada de carros. Cuando se abrazaron, todos los que se hallaban cerca —sus ayudantes, militares y administrativos, los comandantes de la sección de operaciones— pudieron ver lágrimas en los ojos de aquellos hombres canosos. «¡Quién lo iba a decir!», exclamaron. Y, en efecto, había algo majestuoso y conmovedor en aquel encuentro de viejos amigos en aquella hora terrible, entre los edificios en llamas de la fábrica y las ruinas de Stalingrado. Ninguno debía haberse equivocado en el camino, ya que en él se habían vuelto a encontrar una vez más mientras cumplían con tan grave y difícil deber.

El tronar de la artillería alemana no cesó en toda la noche, y apenas había salido el sol sobre la tierra devastada por la batalla cuando aparecieron en el cielo cuarenta bombarderos, y de nuevo las sirenas empezaron a ulular y de nuevo también una nube negra de polvo y de humo volvió a elevarse sobre la fábrica, cubriendo el suelo, los talleres y los vagones hechos pedazos. Hasta las altas chimeneas de la fábrica se hundieron en la negra niebla. Aquella mañana, el regimiento de Markelov salió de sus refugios. Previendo un ataque definitivo de los alemanes, abandonó su guarida, su santuario, sus trincheras; sus búnkeres de hormigón y piedra, y pasó al ataque. Sus batallones avanzaron a través de montañas de escoria, de edificios en ruinas, dejando atrás la fachada de granito de las oficinas de la administración, las vías del tren, el parque situado a las afueras de la ciudad. Del cielo caía toda la furia de la Luftwaffe. Un viento de hierro les azotaba la cara, pero seguían avanzando. El enemigo debió de sentirse invadido por un miedo supersticioso: ¿Son hombres los que se vienen hacia nosotros? ¿Son seres mortales?

Eran mortales, sí. El regimiento de Markelov avanzó un kilómetro, tomó nuevas posiciones y se atrincheró en ellas. Solo en Stalingrado sabe uno lo que es de verdad un kilómetro: son mil metros, 100 000 centímetros. Aquella noche los alemanes atacaron al regimiento con una fuerza arrolladora. Batallones de infantería alemana, tanques pesados y morteros anegaron las posiciones del regimiento con un aluvión de plomo. Un grupo de subfusileros borrachos avanzaban arrastrándose como posesos. La historia de cómo luchó el regimiento de Markelov la contarán los cadáveres de los hombres del Ejército Rojo y los camaradas que escucharon el repiqueteo de las ametralladoras rusas y la detonación de las granadas rusas durante dos noches y un día. La historia de este combate la contarán los tanques alemanes quemados, y las largas hileras de cruces coronadas con cascos alemanes, alineadas por sección, compañía y batallón. Los hombres de Markelov eran ciertamente mortales, y aunque solo unos pocos lograron sobrevivir, todos y cada uno de ellos cumplieron con su deber.

El tercer día, la aviación alemana se cernió sobre la división no durante ocho, sino durante doce horas. Continuó igual cuando cayó la noche, y desde la profunda oscuridad del cielo nocturno llegaba el ulular de las sirenas de los stukas, y llovían bombas con gran carga explosiva sobre la tierra encendida por el fuego, con el peso y la constancia de un martillo. Desde la salida hasta la puesta del sol, la artillería y los morteros alemanes atacaron sin cesar a la división. En Stalingrado intervinieron cien regimientos de artillería alemanes. A veces los alemanes lanzaban fuertes descargas y por la noche mantenían un ritmo de fuego metódico y devastador. La artillería actuaba conjuntamente con las baterías de morteros de las trincheras. Varias veces al día los cañones y los morteros alemanes quedaban en silencio, y la fuerza aplastante de los bombarderos desaparecía. Reinaba en esos momentos una calma extraña. Los centinelas gritaban entonces «¡atención!», y los hombres de los puestos de avanzada recogían sus cócteles molotov, los soldados antitanque abrían sus bolsas de lona llenas de balas perforadoras, los de las ametralladoras pasaban un trapo a sus armas, los granaderos arrimaban sus cajas de granadas. Estos breves instantes de silencio no significaban un descanso. Simplemente precedían el ataque. Enseguida, el rechinar de sus orugas y el sordo rumor de sus motores anunciaba la cercanía de los tanques alemanes, y el teniente gritaba. «¡Atentos, camaradas! ¡Se acercan subfusileros por nuestro flanco izquierdo!»

A veces los alemanes llegaban a estar a entre treinta y cuarenta metros de nosotros, y los siberianos podían ver sus sucios rostros, sus capotes rotos, oír sus gritos amenazadores en un ruso chapurreado. Luego, cuando los alemanes se veían obligados a retroceder, volvían los bombarderos, y las baterías de artillería y morteros empezaban de nuevo a lanzar una descarga tras otra sobre la división.

Gran parte del mérito a la hora de repeler los ataques alemanes debería atribuírsele a nuestra artillería. Fugenfirov, el jefe del regimiento de artillería, y los comandantes de sus batallones y baterías, estaban en primera línea, al lado de los batallones y compañías de la división. Mantenían comunicación por radio con las posiciones de fuego, donde docenas de potentes cañones de largo alcance situados a la orilla izquierda del río actuaban al unísono con la infantería, compartiendo sus mismas preocupaciones, desgracias y alegrías. La artillería obró maravillas. Cubrió las posiciones de la infantería con una lluvia de acero. Destrozó, como si fueran cajas de cartón, a los tanques alemanes superpesados con los que las dotaciones antitanque no podían. Como una espada, la artillería seccionó a la infantería alemana a la que sus tanques daban protección. La artillería voló sus depósitos de munición e hizo saltar por los aires las baterías de morteros alemanas. En ningún otro momento de la guerra sintió la infantería la amistad y la ayuda de la artillería como en Stalingrado.

En el espacio de un mes, los alemanes llevaron a cabo 117 ataques contra los regimientos de la división siberiana. Hubo un día terrible en que la infantería y los tanques alemanes atacaron en veintitrés ocasiones. Los veintitrés ataques fueron repelidos. Durante aquel mes, todos los días, salvo tres, la aviación alemana estuvo sobrevolándonos entre diez y doce horas diarias. Todo esto sucedió a lo largo de un frente de un kilómetro y medio o dos. Aquel ruido habría sido suficiente para ensordecer a toda la Humanidad; una nación entera podría haber sido consumida y aniquilada por aquella cantidad de fuego y metal. Los alemanes pensaban que podían destruir la moral de los regimientos siberianos. Pensaban que habían llevado a aquellos hombres más allá de lo que sus corazones y sus nervios podían aguantar. Pero, asombrosamente, estos hombres no se doblegaron, no perdieron el control de su cabeza, ni de su corazón o sus nervios; muy al contrario, su fuerza y su calma fueron en aumento. Estos callados y recios siberianos se volvieron todavía más serios y reservados. Sus mejillas estaban hundidas, su mirada era sombría. Aquí, en la línea del avance principal alemana, ni siquiera durante los breves momentos de descanso se escuchaban música, ni canciones, ni siquiera una charla amigable. Aquí los hombres tuvieron que soportar unas circunstancias sobrehumanas. A veces no dormían en tres o cuatro días seguidos y, en cierta ocasión, Gurtiev, el jefe de la división, hablando con sus hombres, escuchó apenado cómo un soldado decía, serenamente: «Tenemos todo lo que necesitamos, camarada coronel —novecientos gramos de pan y comida caliente que nos traen en termos dos veces al día, pero no tenemos ganas de comer».

Gurtiev quería y respetaba a sus hombres, y sabía que si un soldado «no tenía ganas de comer» era porque lo debía de estar pasando muy mal. Pero ahora Gurtiev estaba tranquilo. Había comprendido que no había en el mundo fuerza capaz de echar a los regimientos siberianos de donde estaban. Tanto la tropa como los oficiales salieron enriquecidos de esta abrumadora y brutal experiencia de guerra. Sus defensas se hicieron más fuertes y mejores que antes. Frente a los talleres de la fábrica, se levantó un enorme entramado de ingeniería: búnkeres, pasos de comunicación, trincheras. Los hombres aprendieron a realizar rápidas maniobras subterráneas, a concentrarse y dispersarse, a utilizar los pasos de comunicación para pasar del almacén a las trincheras y viceversa, dependiendo de por dónde aparecieran los tanques y la infantería alemana.

Junto con la experiencia crecía la fuerza moral de la gente. La división se había transformado en un cuerpo perfectamente completo y unificado. Los propios hombres no percibían los cambios psicológicos que habían sufrido durante aquel mes de estancia en el infierno, en el borde mismo de la gran línea de defensa de Stalingrado. Ellos creían que seguían siendo los mismos de siempre. Durante los raros momentos de calma se bañaban en los baños subterráneos, seguían recibiendo su comida caliente en termos. Makarevich y Karnaujov, así sin afeitar, parecían carteros de pueblo caminando bajo el fuego hacia la línea del frente con bolsas de cuero en las que llevaban periódicos y cartas del lejano Omsk, Tiumen, Tobolsky y Krasnoyarsk. Como antes de la guerra, pensaban en su trabajo como carpinteros, herreros o campesinos.

Al mortero alemán de seis bocas lo llamaban en broma «el loco», y a los ululantes cazabombarderos «los chillones» o «los músicos»». Ellos creían que seguían siendo los mismos; solo los recién llegados de la orilla inferior les miraban con reverencia y temor. Tan solo desde cierta distancia podía apreciarse la férrea fortaleza de estos siberianos, su indiferencia ante la muerte, su serena determinación a afrontar su difícil misión: continuar defendiendo Stalingrado hasta el final.

El heroísmo se había convertido en norma. El heroísmo era el estilo de esta división y sus hombres, algo corriente, un hábito diario. El heroísmo estaba en todas partes y en todas las cosas. No solo en las hazañas de los soldados, sino incluso en la tarea de los cocineros, que pelaban patatas bajo las llamas de las bombas incendiarias. El heroísmo estaba muy presente también en el trabajo de las muchachas del personal sanitario, jóvenes escolares de Tobolsk —Tonia Yegorova, Zoya Kalganova, Vera Kalyada, Nadia Kasterina, Liolia Novikova y muchas de sus amigas—, que vendaban y llevaban agua a los heridos en el fragor de la batalla. Sí, desde la perspectiva de un observador externo, el heroísmo podía verse en cada una de las tareas rutinarias de estos hombres, como Jamitsky, comandante de un pelotón de comunicaciones, que permanecía sentado tranquilamente leyendo un libro mientras una docena de cazabombarderos golpeaba sin cesar la tierra; o cuando Batrakov, limpiaba cuidadosamente sus gafas, metía los despachos en la bolsa y se marchaba a hacer un recorrido de doce kilómetros por el «Barranco de la Muerte» con la tranquilidad de quien sale a dar su habitual paseo dominical; o cuando el artillero Kólosov, sepultado hasta el cuello en el búnker entre el polvo y los escombros, volvía la cara hacia el comandante Svirin y rompía a reír; o cuando la fornida mecanógrafa de mejillas rosadas Klava Kopylova empezaba a escribir una orden de campaña en un búnker solo para quedar enterrada, ser después desenterrada, irse a escribir a máquina a otro búnker, volver a quedar enterrada y volver a ser desenterrada, y finalmente terminar el documento en un tercer búnker antes de presentarlo al comandante de la división para su firma. Este era el tipo de personas que había en la línea del avance principal.

Después de casi tres semanas, los alemanes lanzaron un ataque decisivo sobre la fábrica. Nunca antes se habían visto preparativos así para un ataque. Durante ochenta horas, los aviones, los morteros pesados y la artillería se convirtieron en un caos de humo, fuego y trueno. Entonces se hizo la calma todo alrededor y a continuación los alemanes atacaron con tanques pesados y medianos, regimientos de infantería y hordas de subfusileros borrachos. Los alemanes consiguieron entrar en la fábrica, sus tanques quedaron tras los muros de los talleres; rebasaron nuestras líneas defensivas, dejando aislados de la primera línea a los puestos de mando de la división y de los regimientos. Sin dirección, parecía que la división iba a perder su capacidad de resistencia, y que los puestos de mando, ahora directamente en el camino del enemigo, serían destruidos.

Pero entonces sucedió algo asombroso: cada trinchera, cada búnker, cada hoyo de protección y ruinas fortificadas de un edificio se transformaron en una fortaleza, con su propio mando y comunicaciones. Cada suboficial y cada soldado asumió el mando y repelió el ataque con habilidad y astucia. En aquella hora amarga y difícil, los comandantes y oficiales de Estado Mayor fortificaron sus puestos de mando y repelieron el ataque enemigo como si fueran simples soldados. Chamov rechazó diez ataques. Tras defender el puesto de mando de Chamov, un oficial —un comandante de tanque corpulento y pelirrojo—, habiendo gastado todos sus proyectiles y cartuchos, saltó al suelo y empezó a lanzar piedras a los subfusileros que se acercaban.

El propio comandante del regimiento se puso a manejar un tubo de mortero. El favorito de la división, el comandante de regimiento Mijaliov, murió al caer una bomba en su puesto de mando. «Han matado a nuestro padre», decían los hombres. El sustituto de Mijaliov, el comandante Kushnariov, trasladó su puesto de mando al interior de un gran tubo de hormigón que corría bajo los talleres. Kushnariov, su jefe de Estado Mayor Diatlenko, y seis oficiales lucharon desde la entrada de este tubo durante varias horas. Tenían unas cuantas cajas de granadas, y con ellas repelieron todos los ataques de los subfusileros alemanes.

Fosa común de soldados en la fábrica Octubre Rojo, 1943.

Esta batalla de fiereza inimaginable se prolongó durante varios días seguidos. Se combatía no ya por cada edificio o cada taller, sino por cada peldaño de escalera, por el rincón de un estrecho corredor, por cada cubículo de trabajo, por el espacio entre ellos, por una tubería del gasoducto. En aquella lucha no retrocedió ni un solo hombre. Si los alemanes conseguían ocupar algún espacio, era porque en él ya no quedaba ni un soldado del Ejército Rojo con vida. Todos combatían como aquel grandullón pelirrojo del tanque cuyo nombre Chamov desconocía, o como el zapador Kosichenko, que arrancaba el seguro de las granadas con los dientes porque tenía roto el brazo izquierdo. Cuando un soldado moría, era como si transmitiera su fuerza a los vivos. Hubo momentos en que diez bayonetas defendían la posición que antes ocupaba un batallón. Una y otra vez los alemanes se apoderaban de un taller de los siberianos y los siberianos volvían a recuperarlo. Durante esta batalla, la presión de la ofensiva alemana alcanzó su punto máximo, el momento en el que se empleó más a fondo en la línea del avance principal. Pero fue como si hubieran intentado levantar un peso excesivo, como si hubieran tensado demasiado el muelle de su ariete de ataque. La presión del ataque alemán empezó a ceder. Los siberianos habían logrado resistir aquella presión sobrehumana.

Uno no puede evitar preguntarse cómo se forjó aquella gran perseverancia. Decían que era una combinación de su carácter como pueblo y la conciencia de su enorme deber, de la tenacidad siberiana, de la excelente preparación militar y política y de una disciplina férrea. Pero yo quisiera apuntar otra cualidad más, que desempeñó un papel muy significativo en esta grandiosa y trágica epopeya: el asombroso ánimo, el intenso cariño que unía a todos los hombres de la división siberiana. Todos los jefes estaban imbuidos de un espíritu de austeridad espartana, que se traslucía hasta en los más mínimos detalles: en su renuncia a la ración de cien gramos de vodka durante toda la batalla de Stalingrado, en su liderazgo sensato y claro. Yo pude ver el cariño que unía a aquellos hombres en la pena con la que hablaban de sus camaradas caídos, reflejada en las palabras que yo mismo escuché de boca de un soldado del regimiento de Mijaliov. Al preguntarle cómo se encontraba, me respondió: «¡Cómo voy a estar! Nos hemos quedado sin padre».

También pude percibirlo en el enternecedor encuentro entre el canoso coronel Gurtiev y la enfermera Zoya Kalganova, que acababa de regresar tras haber resultado herida por segunda vez. «¡Hola, mi querida niña!», dijo él dulcemente mientras se acercaba con los brazos abiertos hacia ella. Era como un padre yendo a recibir a su propia hija. Este amor y esta fe de los unos en los otros obraban milagros.

La división siberiana no abandonó la línea, ni siquiera miró una sola vez hacia atrás; sabía que tras ellos estaba el Volga y el destino de su país.

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