La crisis financiera mundial y sus orígenes en las estafas inmobiliarias estadounidenses. La consecuencia: miles de estadounidenses viviendo, en la actualidad, en carpas. Una muy buena crónica del nuevo estilo de vida norteamericano.
Fabiana Videla, desde Estados Unidos
Hace unos meses, iba a escribir sobre la crisis inmobiliaria en U.S.A., pero cuando me senté a hacer la nota, me di cuenta de que difícilmente podía hablar de eso a un público latino si antes no explicaba cómo se hace acá para comprar una casa y sobre todo, qué diferencias culturales hay entre nosotros y los gringos con respecto a “la casa”. Entonces escribí una nota titulada “La casa en U.S.A.”, pensando hacer después una segunda parte sobre la “burbuja inmobiliaria”.
Pero fueron pasando el tiempo y los temas. Obama, Haydée y la Vendimia me llevaron por otros rumbos, y la segunda parte imaginada quedó en veremos.
Cuando las noticias de la semana pasada dieron cuenta del “fenómeno” de la gente de la ciudad de Sacramento, en California, que se queda sin casa y tiene que vivir en carpa, decidí seguir con el tema, pero no centrándome en la burbuja inmobiliaria sino en cómo se pierde una casa en U.S.A. Ver las imágenes californianas es impresionante: carpas (no casas), senderitos de tierra (no calles asfaltadas), basura y yuyos (no jardines impecables), gente caminando (no gente manejando), bolsas de plástico a la espalda (no bolsas de boutique en la mano), ropa lavada en fuentón y tendida en soga (no ropa de tintorería o de lavarropa y secarropa), hombres juntando madera para el fuego (no ajustando la temperatura del aire acondicionado para que haga mucho frío en verano y mucho calor en invierno), personas escarbando en el carrito de supermercado que alberga todas sus pertenencias (no eligiendo ropa dentro del placar gigante), mujeres cocinando al aire libre y con leña (no descongelando y calentando en el microondas), utensilios sobre una piedra en el piso (no sobre una mesada de granito reluciente), reunión alrededor del fuego con los vecinos (no reunión escritorio de por medio con los clientes), ollas comunitarias con sopa de lo que haya (no hamburguesa en el auto o pizza pedida por teléfono), baño de arbustos o de estación de servicio a una milla (no baño de mármol al lado del dormitorio), niños jugando a la pelota en lo oscuro (no niños jugando videojuegos en el living), perros sueltos que hacen caca por ahí (no mascotas que salen a pasear), silla de plástico bajo el cielo (no sillón masajeador frente a la tele), cierre de plástico y oído alerta (no puerta lustrada y alarma electrónica), grito (no celular), pedido de ayuda para lo básico (no ofrecimiento de caridad con lo que sobre). Todo esto en un campito que es propiedad de una empresa que no lo usa, bajo un cielo cruzado por cables de alta tensión que llevan electricidad a los que todavía pueden pagarla, al lado de una ruta que conduce al telón de fondo: la ciudad del primer mundo donde hasta hace tres meses estos campamenteros vivían como si nada. Al campamento le dicen “tent city” (ciudad de carpas). Tiene como trescientos habitantes, pero todos los días hay más de un recién llegado.
Los que se creen los “verdaderos vecinos”, es decir, los que todavía tienen trabajo, casa, auto y electricidad, se quejan de que “esta gente” esté “haciendo eso” en “ese terreno”: “hay malas condiciones sanitarias”, “no se sabe quién vive ahí”, “es peligroso pasar cerca”, “se ve feo y deprecia el valor de las propiedades circundantes”, “es malo hasta para ellos mismos”, “hay que sacarlos” dicen, sin darse cuenta de que el título de sus propias casas todavía lo tiene un banco y de que ellos mismos pueden aterrizar en el campito en cualquier momento.
Los “homeless” (los sin casa) de “tent city” preguntan desesperados a los periodistas que se acercan a comprobar la “invasión” de la propiedad privada: “¿a dónde quieren que vayamos: a sus estadios con césped artificial y techo para cuando llueve, a sus parques con fuentes y perfectos senderos donde caminan para mantener su cuerpo tonificado, a sus plazas con tobogán y columpios donde sus niños juegan, a sus jardines del frente que sirven de primera impresión para los que llegan a la casa, a sus jardines de atrás donde se relajan cuando no están trabajando, a sus espaciosos estacionamientos frente al mall donde van de compras?”. “¿Adónde podemos ir?”. “¿Cómo nos convertimos en sanitaria y estéticamente aceptables?”. “¿De qué manera desaparecemos sin morirnos?”.
Los hombres y mujeres de prensa les piden que cuenten cómo llegaron “a esta situación”.
Todas las historias son de pobreza y la pobreza no es nueva ni apareció recién ni empezó acá con ellos, pero lo novedoso y morboso de esta pobreza de acá, lo “amarillista” que interesa al público, es lo instantánea y efectiva que es esta pobreza de acá, lo subversiva del status quo que es esta pobreza de acá. Es casi realismo mágico que esta señora que revuelve una olla en el piso, hasta hace tres meses fuera contadora de una empresa, que este señor que arrastra una carga de cajones de fruta para quemar, hasta hace dos meses fuera vendedor de autos, que entre todas estas personas haya muchos que no sepan cocinar o hacer fuego o lavar ropa. “Hay que aprender a hacer las cosas y hacerlas a mano y a pulmón, es como volver a vivir en los días en que se estaba colonizando el oeste”, se lamenta una mujer que hasta hace un mes era maestra de quinto grado.
Si a las historias que cuenta esta gente se les quita lo personal y lo anecdótico, todas se resumen en el mismo esquema, porque todas las casas se pierden de la misma manera: el señor o la señora que vive en su casa sobre la cual pesa una hipoteca, de repente se queda sin trabajo (porque la crisis trajo desempleo, vio) y ya no puede pagar la cuota del préstamo. Tampoco puede refinanciarlo porque no tiene trabajo. El señor o la señora intenta vender la casa para pagar todo el préstamo y quedarse con una diferencia (para eso la remodeló constantemente e invirtió en mejoras), pero el mercado está parado y nadie compra, y aún si alguien comprara, lo haría por un tercio de lo que el señor o la señora pagó por la casa hace cinco años y de lo que debe al banco. El señor o la señora tiene todo su capital invertido en la casa, pero la casa es también una deuda inmensa que pensaba cancelar en los próximos treinta años... Ahora resulta que el señor o la señora no puede usar su capital para pagar su deuda. La casa se ha convertido en un salvavidas de plomo, pero todavía es techo.
Entonces el señor o la señora, para pagar la hipoteca y no perder la casa, corta drásticamente los gastos –incluyendo seguro de salud- y vende lo que puede. Todo menos el auto, porque acuérdense que en alguna otra nota les conté que en Estados Unidos si uno no tiene auto está frito. Sin embargo, cuando se agota el límite de la última tarjeta de crédito que va quedando, no hay más remedio que desprenderse del coche. Entre pitos y flautas, el señor o la señora se atrasan dos cuotas hipotecarias y les llega una carta ordenando el desalojo del inmueble, de “mi casa” como le dicen ellos. El señor o la señora se ven obligados por ley a entregar las llaves a la entidad financiera que les hizo el préstamo, y ésta, sin mediar más trámite, clava un cartel en la puerta que dice “foreclosure” (ejecución hipotecaria). Y los “inversionistas” se relamen y se preparan, pensando en lo poco que dentro de poco van a pagar por mucho.
El señor o la señora sube sus petates a un taxi y se va a un hotel barato. Pero eso al toque empieza a ser caro. Entonces busca lugar en algún refugio de los que dan techo y comida a los “homeless” (aunque el señor o la señora todavía no se siente tal), pero estos lugares están hasta el tope, con los “homeless” de siempre más los señores y señoras ex-propietarios que llegan a diario. “Ni un pie cuadrado libre”, dicen los encargados. El señor o la señora, que muy previsor/a no vendió la carpa que usaba para ir de campamento los fines de semana, la instala en “tent city” y comienza una nueva vida sin trabajo, sin casa, sin auto, sin seguro de salud, sin luz, sin nada.
A ver, repaso: de la casa al hotel, del hotel a la carpa. ¿Se dan cuenta de que está faltando algo? Casa, hotel, carpa. ¿O soy yo que me he equivocado? No, salvo excepciones, el recorrido es clarísimo: casa, hotel, carpa. Está faltando algo nomás, y no hay que ser un genio sino solamente un latino para descubrirlo: si un señor o una señora, clase alta, clase media o clase baja, segmento A, B, C, o D, se encontrara en “esta situación” en Mendoza (tomo como ejemplo a Mendoza, pero podría ser Lima o cualquier otra ciudad latinoamericana), ¿por cuántas casas de parientes y amigos pasaría, a lo largo de cuánto tiempo, antes de quedarse en la calle, digo, en la carpa?
Nosotros los latinos queremos vivir en nuestra ciudad (hay algunos que hasta quieren vivir toda su vida en el mismo barrio). El trabajo lo buscamos ahí, y si no lo encontramos decimos con toda razón que “no hay trabajo”. Ahí tenemos a nuestros hijos, que se hacen amigos de los hijos de nuestros amigos que eran los hijos de los amigos de nuestros padres. Y cuando nos juntamos con la familia, que es todo el tiempo, eso incluye a tíos, abuelos, hermanos, primos, sobrinos, novios, ex-esposos, familiares de los familiares políticos, etc. Nuestros hijos siguen viviendo con nosotros mientras van a la Universidad si es que van, o hasta que se casan, y algunos, siguen viviendo con nosotros una vez casados. No todos nosotros tenemos casa propia, pero sí tenemos una abuela que nos cuide los niños, y una amiga que nos atienda si estamos enfermos, y una cuñada que vaya a buscar los chicos a la escuela, y un médico de la familia que nos revise antes de que vayamos a parar a un hospital, y un tío que nos preste el auto, y alguien que nos socorra en caso de urgencia económica. Y si no tuviéramos qué comer podríamos pasar meses cayendo a casas de amigos o familiares. Y ni hablar de si no tuviéramos dónde dormir: aparecerían cuartos que no se usan, piecitas de atrás, garages, cuchetas, no sé. Pero estoy segura de que habría un millón de paradas entre la casa y la carpa. Esas “paradas” se deben a las relaciones de interdependencia humana y son las que forman el “colchón social”, como le digo yo para mis adentros. El “colchón social” está hecho de la relación diaria y de compromiso total que nosotros latinos tenemos con nuestra familia, nuestros amigos y nuestro lugar antes que con el trabajo. El “colchón social” nos protege de las caídas.
Acá, la cosa es distinta. El trabajo es el eje principal de la vida de las personas. Desde la secundaria ya van pensando en notas y en préstamos para acceder a una universidad unos, y en un trabajo los otros. La universidad se busca según su prestigio, pues a mayor prestigio de la universidad, mejores los trabajos que consiguen sus egresados. No importa dónde esté la universidad: a los 18 años, los chicos se mudan ahí. Solamente volverán a la casa de los padres para vacaciones o fiestas de guardar. Se irán haciendo amistades en el lugar donde viven. Se recibirán. Se casarán con alguien que presentarán a sus padres en una de sus breves visitas. Se irán a trabajar a donde consigan trabajo. Y lo mismo pasará con sus amigos del barrio, de la secundaria y de la universidad y con sus primos y hasta con sus padres, que se seguirán mudando según las necesidades laborales hasta que se jubilen. Acá uno no trabaja donde vive, sino que vive donde trabaja y vive para trabajar.
Por ser centrada en el trabajo, la sociedad de acá es móvil y es atomizada al máximo. La célula fundamental es todavía la familia, pero una familia de papá, mamá y nenes, o una familia de persona sola. No digo -y quiero ser muy clara en este sentido- que acá la amistad no exista o que no quieran a su familia o que no sean caritativos, porque eso no es verdad. Hablo del estilo de vida en general, comparado con el nuestro. A mí me parece que acá las relaciones sociales están debilitadas por la distancia y la falta de tiempo. Se mudan tanto, viven tan lejos unos de otros y están tan ocupados con su trabajo, que se crían y desarrollan sin buscar ni esperar apoyo de nadie, concentrados fundamentalmente en proveer para su familia inmediata. Las amistades son siempre o relativamente nuevas (en los nuevos lugares) o relativamente a la distancia (en los viejos lugares). Lo más común acá es llamar de vez en cuando a los que están lejos, mandar un regalo de cumpleaños por correo, enviar una carta en diciembre relatando los principales eventos del año (no personalizada sino destinada a un grupo de amistades y familiares) y, con un poco de suerte, previsión y plata para el viaje, juntarse para Navidad o Acción de Gracias.
Dadas estas circunstancias, acá para todo hay “ayuda profesional” que contratar y pagar: si se necesita que alguien se quede con los niños se llama a una niñera, si hace falta cuidar a un enfermo se llama a una enfermera, si se rompe el auto se alquila uno, si se necesita plata se pide un préstamo, si hay una emergencia se llama a la ambulancia o a los bomberos o a la policía. Eso en las vidas privilegiadas. Los pobres tienen que probar que son pobres y recurrir a la “asistencia social” vía organizaciones sin fines de lucro o programas de apoyo estatales que atienden sus necesidades. Es decir que acá todo está organizado para que uno tenga los servicios que necesite y no dependa de nadie ni necesite a nadie. Pero no depender de nadie y no necesitar a nadie se convierte silenciosa e indefectiblemente en no tener a nadie.
El individualismo a ultranza, la eficiencia, la movilidad, el trabajo como fuente principal de bienestar y el bienestar considerado exclusivamente como económico, han debilitado el “colchón social” de la familia y los amigos, lo han convertido en “almohadoncitos” que no sirven para recuperar el aliento ni mucho menos para dormir. Sin “colchón social”, cualquier crisis es feroz. Sin “colchón social”, los habitantes de “tent city” han pasado directamente del sueño americano de la casa propia a la pesadilla increíble de la carpa solitaria, sin paradas intermedias. Eso a nivel micro.
A nivel macro, la “ciudad de carpas” sirve para probar lo que injustamente no han podido probar ni la villa miseria argentina, ni la favela brasilera, ni el asentamiento humano peruano. Porque todos estos conglomerados latinoamericanos de cartones y chapas están hechos de mudanzas con carretilla una por una a lo largo de años, de desempleados que nunca tuvieron empleo, de pobres de siempre, de pobres de a poco, de pobres que no se notan ni se atienden porque están contemplados como una categoría más del sistema y justificados con explicaciones tan idiotas y crueles como “ya saldrán de pobres cuando se pongan las pilas”, “que se dejen de rascar y vayan a trabajar”, “ya participarán de la riqueza cuando ésta se derrame poco a poco de las empresas”, “tienen que tener paciencia”, etc. Hay miles de expresiones semejantes pero esto ya está largo y hasta un diario digital tiene sus límites y los lectores su paciencia.
Decía que “tent city” –a diferencia de villas, favelas y asentamientos- sirve para probar algo porque en sus carpas vive gente que siguió la receta del sistema al pie de la letra y que hasta hace tres meses ocupó una casa en el corazón del sistema mismo. Estos “nuevos pobres” no son tan fáciles de justificar y esconder como los “pobres de siempre”, porque éstos hace tres meses fueron “clase media”, éstos estuvieron a favor del “libre mercado” y de la “flexibilización laboral”, éstos creyeron en la “estabilidad” sin darse cuenta de que vivían siempre a dos sueldos de distancia de la pobreza más completa, éstos no repararon nunca en que “reestructuración empresarial” era lo único que había entre sus casas y las carpas.
“Tent city” es importante porque el discurso oficial –aunque ya trata de disfrazarla como episodio de la crisis- todavía no ha alcanzado a incluirla como categoría del sistema. “Tent city” es una denuncia de que el sistema no funciona porque “tent city” es un campo de concentración del sistema, como lo han sido y lo son -aunque mudas e incorporadas al pintoresco paisaje del tercer mundo- las villas miserias argentinas, las favelas brasileras y los asentamientos humanos peruanos.
En 2009, alrededor de 53 millones de personas quedarán por debajo de la línea de extrema pobreza ($ 1.25 por día); a fines de 2010 el desempleo en los países ricos será superior al 10% (The Economist, March 14th-20th 2009, p.11). Si las estimaciones son correctas y las cosas siguen como están, si el trabajo continúa disminuyendo y la pobreza aumentando, el “colchón social” que separa nuestras casas de las carpas va a dejar de ser un latinísimo lujo nuestro para convertirse en un requisito de supervivencia global. Vamos a tener que aprender a cultivar la única riqueza que no depende de la economía: las relaciones humanas.
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