Sueñan los
poderosos con que después de tanto, y por fin, las tierras a la
orilla del agua serán suyas; que en ellas, donde todavía se siembra
y se cosecha vida, el asfalto reinará para dar paso al tan anunciado
nuevo aeropuerto de la Ciudad de México.
Dicen los
poderosos, con esa soberbia que les caracteriza, que esta vez no se
afectará a nadie y todo será perfecto. Dicen, entre otras linduras,
que la legalidad los avala, que habrá fuentes de empleo, que será
un aeropuerto de última generación, ecológico y ameno con la
naturaleza.
Piensan los
poderosos en las ganancias que el “proyecto del sexenio” arrojará
y se sonríen entre sí. Se saludan, se relamen los labios, se
regocijan. Se palmean la espalda, se aplauden, se felicitan. Brindan.
Cantan victoria.
No aprenden.
Vicente Fox echó las botas al vuelo, y perdió. Enrique Peña Nieto,
en aquel operativo del que se mostró orgulloso hace diez años, se
creyó vencedor del terco amor a la tierra representado en las manos
y las almas del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT), y
perdió.
En el México
bravío, donde nos resistimos a olvidar y a perdonar, el mayo rojo de
Atenco quedó grabado en ese largo memorial de agravios cometidos
contra quienes se atreven a defender el derecho a la vida. Bastaba
con la violación a veintisiete mujeres, los asesinatos de dos
jóvenes, la cárcel, la violencia, la sangre, los cateos, la
persecución, para que “los macheteros” se rindieran y
aprendieran, de una buena vez y para siempre, que andar de revoltosos
e intransigentes no beneficia a nadie.
En este México
que se llena de desesperanza, donde se impone la mentira, la
impunidad y la sinrazón como la razón del que gobierna; donde se
pretende instaurar el olvido y el silencio ante la responsabilidad
del Estado en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa; donde, a
fuerza de tolete y cárcel, se lleva adelante una reforma educativa
al servicio de los empresarios; donde el despojo de los recursos
naturales y culturales se vuelve normal y cotidiano; el ejemplo de
dignidad y resistencia del FPDT brilla con luz propia.
Quizá no exista
en nuestro país una organización tan viva, tan alegre, tan
dispuesta a la solidaridad como la que integran los atenquenses. No
hay lucha, por grande o pequeñita que sea, que ellos no acompañen y
arropen. El FPDT nos ha enseñado que sólo la solidaridad es capaz
de vencer lo terrible; que cuando el dolor de los otros se siente
como propio, la vida es una sola trinchera; que al “tambor de la
alegría” se baila y se resiste.
Machete en mano, los atenquenses hicieron de su intransigente amor
por la tierra una estrategia política. Con ese amor inquebrantable
es que han sabido levantarse y plantar cara ante lo atroz. Aprenden
de los reveses, se crecen al castigo. Cuando toda la maquinaria del
Estado hace lo imposible para derrotarlos sin conseguirlo, vale la
pena preguntarse cómo es que estos herederos de Zapata no se vencen.
Tal vez sea porque están convencidos de la justeza de su lucha, o
porque los asiste la razón, o porque desde 2001 hasta la fecha no
han dejado de insistir en que sólo muertos dejarán su suelo y su
cielo, o porque demasiada historia corre por sus venas, o porque se
forjaron en la adversidad, o porque en el parque de Los Ahuehuetes
retumba la poesía del viejo rey Nezahualcóyotl.
Y en el México
bravío, ése negado y humillado, ése despreciado y silenciado, se
agradece tanto amor y tesón, tanta alegre terquedad. Porque cuando
los poderosos dictan “resígnense, cállense, ríndanse”, Atenco
se rebela, grita y vence. Porque cuando los poderosos decretan la
muerte, Atenco construye la vida.
El impagable e
irreverente ejemplo atenquense es patrimonio cultural de la dignidad.
Por él, después tanto, millones de gracias.
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